A casi 1.500 metros de altura, en las cercanías del puerto de Foncebadón, la aldea de Manjarín, abandonada por sus últimos pobladores hace unos
treinta años, se va derruyendo lentamente. Las piedras pizarrosas de las viejas paredes quedan poco a poco descubiertas por la maleza, en medio de un paisaje grandioso y verde, que en primavera
se cubre de fucsia cuando los brezales estallan en flor.
Sin embargo, Manjarín ya no está desierto. En una pequeña cabaña, adecuada como humilde refugio, vive un eremita,
hospitalero, templario, panteísta y defensor de causas perdidas, uno de esos personajes curiosos que forman parte de la propia monumentalidad del Camino.
Álvarez Domínguez, Tomás: El Camino de Santiago para paganos y escépticos. Madrid: Endymión, 2000. pp. 133-134.